Mi padre y yo entramos por la puerta de atrás a la residencia donde vive mi abuelo. Tengo 12 años. Huele fuerte a lejía y todo es amarillo. Hay flores de plástico amarillas y sillones mostaza en el vestíbulo. Richard, un hombre en silla de ruedas, está parado de espaldas al ascensor. Mi padre aprieta el botón de llamada y le saluda enérgico:
-Buenos días nos dé Dios.
Richard levanta la barbilla y las cejas.
-Dios es un hijo de puta.
Richard se llama en realidad Pablo, pero todo el mundo le llama Richard desde que una enfermera le dijo una vez que tenía el cabello como Richard Gere.
- ¿Por qué? ¿Qué te ha hecho esta vez? - dice mi padre.
Richard suelta un soplido.
-Irse, eso me ha hecho.
Si Dios, un tipo compasivo, se había largado de aquel lugar tan triste, ciertamente no era de fiar.
Volví a la residencia de vez en cuando, con la expectativa de comprobar si Dios habría regresado en algún momento. Richard siempre rodaba por el pasillo, cada vez más viejo, más consumido, pero con el mismo volumen capilar. Su rictus torcido, el olor del guiso de la cena o el abatimiento de algunos jugando al parchís, constataban claramente que Dios ni estaba ni se le esperaba. Lo más parecido hubiera podido ser Amanda, la psicóloga clínica, a la que le faltaba un antebrazo por una anomalía congénita, y saludaba a mi abuelo (que tenía una mano en forma de garfio debido a una caída de niño) frotándole el muñón entre los dedos afilados como si quisiera sacarle brillo. Él se tronchaba orgulloso porque el gesto debía de parecerle un privilegio ganado después de una vida soportando una mano deforme. Richard y mi abuelo murieron sin ninguna noticia divina, aunque en ambos funerales se celebrara un responso.
Dios también asomó la cabeza un verano, en la pantalla del navegador del coche de alquiler, donde pueden leerse los últimos nombres que se han conectado al bluetooth. El anterior a mí se llamaba Dios Domíngues. Conducía imaginándomelo en mi asiento, bien alejado del volante, con un bañador de piñas o con sombrero Stetson, con camisa hawaiana o con una gorra de propaganda de JB. Me preguntaba si habría sido de los que manejaban rápido o a trompicones, con el codo por la ventanilla escuchando a Julio Iglesias, a Gloria Gaynor, o a Queen. Era estimulante pensar que nada saldría mal en esos días de asueto si Dios se había sentado antes en la misma tela de poliéster que yo. A dos días de volver a Madrid, me birlaron la camioneta en un parking descubierto.
Todo lo que quiero decir se acerca a aquella canción, ‘God’, de John Lennon, que escribió muy poco después de la separación de los Beatles en medio del odio y la angustia de todos los que creían que la banda sería eterna. Nada lo es. Lennon parió una letra simple y clara dentro de una melodía extraordinaria, y dice: “Dios es un concepto a través del cual medimos nuestro dolor”. Amén.