Hace unos días murió Françoise Hardy. Su flequillo se me clavaba desde la portada de uno de los dos vinilos que aprendí a pinchar en un tocadiscos. El otro era de Rocío Jurado. Me la pasaba memorizando el sonido de dos mujeres que solo compartían el amor propio y el maná en la garganta. La Jurado se me diluyó pronto, pero Hardy no salió de mí. Aprendí a tocar ‘Tous les garçons’ de oído, me aferré a los vaqueros campana y a la chupa de cuellos grandes, y unos años después, pisé la redacción de informativos y la vi. Estaba de pie frente a la mesa de edición. El flequillo a machetazo, la mandíbula perfecta, la nostalgia en los ojos como rajas, el halo flotando encima de su cabeza de mujer alegre que escondía un tormento. Era Hardy, pero se llamaba Vanesa, y nadie ha descifrado con más brillantez el croma de la información del tiempo, en un canal de televisión. Me escribe por whatsapp un mensaje lúcido cada semana en cuanto termina de leer esta newsletter, y el miércoles pasado, según estaba saliendo de la cama, me envió también la noticia de la muerte de Hardy. Había un extracto de la última entrevista que concedió. Fue terriblemente honesta: “No hay nada más que pueda contar. No sale más”.
Asumir que ya dijiste todo lo que venías a decir es valeroso y difícil. Quizá, pese menos si sabes que te encuentras, como Hardy, acariciando el final con la punta de las botas, pero desde luego, mantengo la impresión de que vivimos tiempos en los que sucede lo contrario. La gente se empeña en rajar de casi todo a toda costa; anunciar, pertenecer, protagonizar. Tengo ochenta colegas convertidas en coach. Coach de emociones, de salud y bienestar, de liderazgo, de variantes asombrosas dirigidas a tu mollera y a tu bolsillo para acercarte a la gloria. En las redes, las coach te dicen desde sus sillones beige, con qué orificio respirar y qué mantra repetir para no deprimirte. Ofrecen tips para regular hormonas, te aseguran que llegarás a ser buen líder de cualquier manada, o a cambio de feedback, obsequian con la primera semana de consejos útiles para detectar a un compañero perverso narcisista, como quien caza luciérnagas. De verdad que no creo que seamos tan estúpidos. Pienso que somos mejores, logramos libertades y conseguimos dignidad, contamos con ordenadores que detectan cáncer, crean vida o ponen pelo, pero sin embargo, hemos retrocedido en todo lo demás. Ayer se inauguraba un parque de atracciones con el nombre de una influencer y, ojo, la prensa (toda) estuvo presente. Qué paradoja que el avance tecnológico sea la causa del retorno cerebral.
Hay un diálogo entre dos mujeres en un capítulo del libro ‘Apegos feroces’, de Vivian Gornick. Una dice: “La infelicidad está tan viva hoy en día”; la otra, responde: “La infelicidad tiene que estar viva para que pueda suceder cualquier cosa”. Puede que haya esperanza, a ver qué opina Vanesa.
El avance tecnológico es el retorno cerebral. Esa frase es perfecta
Quizá el problema es la búsqueda de la felicidad insaciable que nos empuja a avanzar en muchas cosas menos en el camino de encontrarla ¿no crees?