Amanezco en Lisboa y todos están durmiendo. La luz atraviesa un roto en el lomo del cielo amarillento como la masa de un bollo. Me sirven el café ardiendo y la leche aparte sin espuma; mi madre me crio para creer que la espuma en una taza era de idiotas. Escribo desde la terraza de un antiguo palacio que ahora es hotel, enfrente de la embajada de Hungría, sobre algo que me parece terrible. No me refiero a terrible como la guerra de Israel contra Gaza, pero sí terrible como para minar el entusiasmo de cualquiera: decir a los demás lo que tienen que hacer (esto sería suficiente) y, además, no predicar con el ejemplo.
Cuando le pregunto a mi peluquera cómo se las arregla para llevar siempre un cabello brillante y perfecto, dice que solo es esmero diario y el único modo que se le ocurre de defender su oficio. Para hacerlo bien hay que vender lo que una quiere que le compren, ni más ni menos.
Sin embargo, hace tiempo que veo por tierra, mar y aire —tele, radio y redes— a personas con formación académica más extensa que mi peluquera aleccionando sobre qué comer, cómo ejercitar, qué surcos gestuales disimular, cómo educar a tu mente y a tus hijos, qué perseguir en la vida y tips (no se me ocurre extranjerismo crudo más ridículo) para conseguirlo. Muchas de estas personas —y esto es lo preocupante— que miran a cámara y lo sueltan, lucen estómagos del tamaño de un contenedor marítimo, rostros deformados por polisacáridos mal inyectados, culos y rodillas como chicle o afanes de protagonismo extraordinarios. No me malinterpretéis, siento un profundo respeto por la apariencia de cada cual y, sobre todo, por las decisiones ajenas, sean las que sean, que la sostienen. No hablo de ‘no normativismos’, hablo de impudicia. Apelo a la vergüenza.
Me trago que el medio sea el mensaje, tal y como contaba Marshall McLuhan cambiando la última palabra de su obra ‘El medio es el masaje’ (Ed. Paidós, 1992), y que este follón mantenga con anestesia local al espíritu crítico. Me trago el deforme de la «divulgación» porque las palabras son inalterables y regresan siempre. Me trago que escupan lo que aseguran que nos conviene al resto, soportaremos la losa. Pero, por decoro, vendan lo mismo que nos ofrecen comprar. Si no hay café, la espuma en la taza es de idiotas.
Tres cosas salvajes estos días:
Un hotel en Lisboa, este desde el que escribo: Pestana Palace Lisboa. Las vistas más bonitas al Tajo y a todo en general. En cualquier salón común podría aparecer de repente el vizconde de Bridgerton y sus patillas.
Las camisetas blancas de algodón orgánico en primavera. Las ‘Harper’ de The Frankie Shop son un descubrimiento y cumplen algo que me parece elegante: la manga corta no horizontal y más ancha que el brazo.
Una canción, este fado moderno de Mariza y Concha Buika, producido por Javier Limón: ‘Pequenas Verdades’, 2008, Terra - Mariza y Buika.
Consejos vendo que para mí no tengo… cada vez que me sale algún iluminado hablando a cámara en Instagram me cambia el rictus.
Tienes razón en lo que escribes, estoy tan de acuerdo contigo… Qué obsesión tiene todo el mundo con venir a salvarnos, es insoportable. Me encanta ese hotel, por cierto.
Un abrazo, Sarai.